24 de marzo de 2007

Los árboles de mi barrio

En aquellos años mi mundo era poco más que la cuadra de Humberto 1° delimitada por las dos calles que trazaban dameros desde la Avenida Colón hacia el río. En un extremo “el baldío”, “la marmolería”, “la florería” y la plaza del cementerio San Jerónimo ocupaban los cuatro vértices y en el otro, casi como única referencia en mi memoria, la mercería de doña Fany. Este universo de calle de piedras se extendió generosamente algunos metros más allá cuando conocí a “los chicos de la otra cuadra”.
A diferencia de otras nuestra calle tenía una característica distintiva: los árboles de naranjo en las cazuelas de las veredas. Bella especie de troncos rectos, fronda elevada, disciplinada, oscura y perenne. En la época adecuada del año deslumbraban con el esplendor de sus azahares y luego con el contrastante color típico de su fruto.
Pocos niños resistieron la tentación de arrancar uno y saborearlo. Luego de ablandarlo entre la zapatilla y la vereda le propiné un mordisco, en el extremo donde había estado aferrado al árbol, para poder succionar el prometedor néctar. El espeso líquido desbordó mis labios, fluyó por el mentón y los antebrazos y antes de llegar al codo me había dejado su lección, las naranjas amargas no son para comer.
Los pocos ejemplares que sobreviven tejieron sus raíces entre adoquines y vías que el progreso sepultó bajo asfalto. Desde allí se defienden, albergando entre sus ramas todos los recuerdos del barrio y susurrando historias cuando la brisa alegra su follaje.

11 de marzo de 2007

El viaje de Juan José

Juan José seguía la tradición de sus padres. Había formado su familia en las alturas de Mund, en el Oberwallis (Cantón Valais - Suiza). Como heredero de las tribus bárbaras alemanas (Alamanes) que defendieron los feudos de los alpes y se ganaron sus tierras resistiendo al imperio austríaco hasta independizarse, sentía que todo aquello le pertenecía. No en vano los 'wallser' habían conseguido conquistar aquellas cumbres, su sangre y su esencia habían abonado aquellos espacios.

Ahora eran tiempos de paz, tiempos de gozar de los beneficios que la tierra les otorgaba. Juan José se había casado con María, hija de Juan Antonio Feriger y Catalina Pfaffen, todos oriundos de la misma pequeña localidad, e interiormente, tenía planeado pasar sus días cultivando centeno, pastando rebaños y ver los atardeceres desde las alturas del valle del río Ródano.

Casi en el recuerdo habían quedado los días en que las cosechas se perdieron y dejaron las familias diezmadas por el hambre y las enfermedades.
-Te acuerdas María ? Fue cuando nos casamos. -dijo a su esposa. María asintió mientras trabajaba en el pesebre anexo a la vivienda: en invierno alimentaba los pocos animales que tenían, en verano acopiaba alimentos para el duro invierno alpino.

Para 1865, después de 18 años de matrimonio, ya habían nacido 8 hijos. María se multiplicaba infructuosamente entre las labores domésticas y sus responsabilidades adicionales en el campo. Sus hijos adolescentes colaboraban tanto como podían. Las niñas cuidando a sus hermanos más pequeños, cosiendo y remendando o aseando la casa, de madera local, ennegrecida por el paso del tiempo; los varones en los campos más cercanos.

Juan José no estaba satisfecho. El fruto de su esfuerzo se diluía entre la pobre producción de la escasa tierra de las montañas, el pequeño remanente para comercializar después del consumo, y el bajo precio de los productos de la tierra. Ya casi no le quedaban animales.

En uno de sus periódicos descensos al valle, tuvo noticias sobre un acuerdo entre el gobierno local con un país lejano, de ultramar, del cual no había escuchado jamás el nombre ni sabía donde estaba ubicado. Se decía que sus tierras eran infinitas, que la fertilidad del suelo permitía hasta cultivar trigo.
-Te imaginas María ? Podrás hacer pan todos los días y hasta podríamos vender el resto. –comentó exaltado el pastor.

A partir de ese momento, Juan José no dejó de soñar con aquel lugar donde, según los relatos de algunos adelantados, todo lo que se sembraba prosperaba en abundancia inimaginable para un campesino alpino. María callaba y, cuando podía, lloraba en un rincón del pesebre, donde el bullicio de sus pocos animales disimulaba su angustia. Otras veces se confundía con el llanto de los más pequeños a quienes apretaba fuertemente contra su pecho. Un ambiguo sentimiento de tristeza la invadía, debía elegir entre el dolor de la miseria o el dolor de la distancia.

Después de varios intentos, finalmente Juan José pudo tomar contacto con los delegados del gobierno argentino para la emigración: Juan Stoessel y Cia. El convenio era bastante simple: el gobierno suizo, ansioso por desprenderse de sus pobres, ofrecía un subsidio de 750 francos para los emigrantes y el gobierno argentino ansioso de establecer colonias agrícolas organizadas ofrecía 20 hectáreas de tierra, a pagar después de 5 años de producción con diezmo para el Estado. En la letra chica, que ya entonces no se leía, se establecía que en caso de regresar a Suiza se debería devolver el importe total del subsidio. Una suma imposible de conseguir después de pagar los pasajes de retorno.
-Con ese dinero podremos compras las herramientas y semillas necesarias para establecernos en el nuevo mundo, y podrás comprar retazos para que los niños tengan ropa nueva, y también una vaca para tener nuestra propia leche, y tendremos tanta tierra que el animal podrá pastar en el campo. Ya no deberás atender el pesebre María. -reflexionaba el joven campesino tratando de confortar a su acongojada esposa.

Finalmente llegó el día establecido para la partida. Había que descender desde la montaña hasta Brig en el valle, desde allí emprender la difícil travesía por el paso de Simplón para finalmente llegar a Italia y embarcar desde el puerto de Génova.

María y sus hijos bajaban al valle del Ródano solamente en fechas festivas, y desde allí sus pequeños dedos señalaban las cumbres adivinando donde estaría su casa. Ahora no había alegría. Mientras ordenaba sus pocas pertenencias y acondicionaba a los niños para la travesía, los ojos de María guardaban la última visión de su casita de madera, los picos nevados, la profundidad del valle y la imagen de la familia que, estaba segura, ya no volvería a ver. Juan José, más eufórico, arengaba a los niños y se despedía efusivamente de los parientes, los viejos que no podían apostar a la quimera de rehacer sus vidas en aquel país de horizontes interminables.

El viaje por mar no sería un paseo. Amontonados con otros pobres desplazados de sus raíces, en bodegas poco acondicionadas para pasajeros, con racionamiento de agua para el consumo y la higiene, conviviendo con enfermedades y muertes a diario, no mejoraba el ánimo de María. Acicalaba insistentemente a los pequeños y las niñas, y esperaba con ansiedad el momento en que se permitía el corto contacto de los hombres con sus familias. Racionaba su propia ración para repartirla entre sus varones mayores y su esposo, 'No pueden enfermarse ni adelgazar. Deben llegar a América con todas sus fuerzas.', razonaba la mujer.

Al llegar a Buenos Aires no tuvieron la mejor de las impresiones. Nuevamente fueron separados los hombres de las mujeres para ser alojados temporalmente en el Hotel de Inmigrantes, donde fueron censados, registrada su entrada al país y sometidos a una breve revisación médica. Pronto fueron embarcados en pequeños vapores con destino al puerto de Santa Fé y desde allí en carretas hasta su destino final: San Jerónimo Norte.

Las historias a partir de este punto, en cierto modo, han sido comunes a todos los suizos que llegaron a las colonias agrícolas de Santa Fé. Juan José y su familia se afincaron en la zona, sus hijos formaron nuevas familias siempre con otros suizos. María vió crecer a sus nietos y finalmente tuvo a quien contarle su desarraigo inicial. Ahora con mayor calma y con un profundo amor por el nuevo suelo que le permitió completar su obra.

Pedro, el cuarto de sus hijos y segundo de los varones, heredó de Juan José su inquietud por la aventura. Se había casado con María Luisa, hija de un matrimonio suizo formado por Leopoldo Schalbetter y Ana María Eggel, con quien tuvo 5 hijos. En 1890, a poco de nacer la última niña, María Luisa falleció.

Los trabajos en el campo nunca habían sido molestia para los rudos campesinos montañeses, cualquier obstáculo era superado con solvencia y los frutos del esfuerzo justificaban el intento. Ahora Pedro, cuando tenía aplacada la tristeza por la distancia, sumó una nueva angustia: la soledad. El regreso del campo no era igual, la casa que María Luisa había cuidado tanto estaba vacía, la tierra ya no era su principal preocupación. Pedro sólo encontraba un remanso por las noches, cuando bajo una luz mortecina describía a sus hijos el paisaje natal, y les prometía que viajarían juntos a la Capital para anotarlos en el Consulado suizo para mantener la ciudadanía y luego poder viajar un día a conocer la familia y el lugar de origen. Su refugio fue la nostalgia.

Así pasó varios años, ocultando su tristeza y aumentando el recuerdo por la patria lejana. Ninguna de sus promesas pudo ser cumplida, entonces decidió que para aplacar la pena por la distancia y la soledad, debía poner más distancia con las cosas queridas. Por el año 1912 había tomado contacto con las autoridades que tenían intención de prolongar las vías férreas hacia el norte del país, y encargaban la fundación de pueblos a lo largo del tendido ferroviario, para abastecimiento de los trenes y para movilizar la producción de esta excelente zona agrícola.

Pedro desempolvó su espíritu de pionero y casi como en una ceremonia sepultó su tristeza en algún lugar de Santa Fé. Repitiendo el ritual de sus padres cuando partieron de los alpes, preparó el viaje. Casi las mismas palabras de despedida, casi el mismo sentimiento de exilio, casi las mismas incógnitas.

El 12 de octubre de 1913, junto con otro paisano: Pedro Ramb, establecieron sus reales en los prósperos terrenos cordobeses hoy conocidos como Las Junturas, en línea entre James Craick y Villa del Rosario. A pesar de haber pasado 48 años en Argentina, todavía se asombraba por las inmensas extensiones cultivables, y en este caso además, ubicada en el punto de unión de 2 ríos, actualmente inexistentes. En una carta un suizo emigrado a estas tierras explicaba a sus parientes en Suiza que algunas propiedades eran más extensas que un cantón suizo.

Aquí también estaba todo por hacerse y el desafío era el mejor aliciente para los laboriosos colonizadores suizos. A la par de la construcción de la estación del ferrocarril se desarrolló una típica población rural, con una plaza en la cercanía de la terminal, las primeras viviendas y la Iglesia rodeando la misma. Pronto los hijos de Pedro asumieron las principales funciones cívicas y económicas del lugar. Reinaldo fue Juez de Paz y Comisario, Eduardo se hizo cargo de la usina generadora de electricidad. Además las concesiones de terreno otorgadas por el gobierno permitían el buen pasar del resto de la familia.

Todos los hijos de Pedro formaron nuevas familias y todos sus nietos nacieron en Las Junturas, marcando el hito de segunda generación de suizos en Argentina. Con el transcurso del tiempo estos fueron abandonando el lugar para establecerse en otros puntos de la provincia de Córdoba. En 1950 ya no quedaban descendientes de Pedro Imhoff en Las Junturas.

Nota:
Recientemente, en febrero de 2005, decidí visitar el pueblo en busca de más detalles sobre el paso de los abuelos por el lugar. Mi inquietud genealógica se vió frustrada por la falta de documentación sobre los orígenes de Las Junturas y, a pesar de la deferencia y calidez del Intendente y sus funcionarios, volví con las manos vacías. No obstante, las placas que la comunidad de Las Junturas coloca cada 25 años en honor a los fundadores, la calle que lleva el nombre Av. Imhoff-Ramb, el lugar destacado de los panteones familiares en el cementerio y el mantenimiento de los mismos por cuenta de la comuna, hablan por sí mismos del respeto que sus actuales habitantes mantienen hacia sus colonos pioneros.

10 de marzo de 2007

Una mañana de octubre

Eran los primeros días de octubre, la primavera se mostraba joven y exhuberante en su milagro de renovación. Un hombre caminaba rumbo a su casa, no había querido utilizar el nuevo servicio de colectivos.

La noche anterior disfrutó de aquel cielo único del décimo mes, negro, profundo, limpio, decorado con caprichosas figuras dibujadas por el contrastante brillo de las estrellas. Como otras veces, su imaginación forjó imágenes alrededor de un astro con destellos intermitentes, comenzaba desde ese punto en el cual creaba un ojo que le enviaba guiños celestiales y luego uniendo otros resplandores, y según su ánimo, concluía su obra. El inmenso pizarrón cósmico albergaba niños corriendo, un viejo tomando mate, un gorrión en vuelo. Su astronomía de barrio no contenía Osas pero su religiosidad siempre respetaba el espacio de la Cruz del Sur.

Las flores amarillas de las tipas de La Cañada ni el desordenado esplendor vegetal de la Plaza Colón pudieron captar su atención. En inmediaciones del Almacén Victoria tomó conciencia del largo trayecto desandado, casi ausente y ajeno a sus propios pasos. Faltaban unas pocas cuadras para llegar al hogar.

Miró sus pies enfundados en rústicos zapatos de trabajo, empolvados y con las marcas que le imprimieron algunos objetos que; casi con furia; había golpeado durante su larga caminata. Miró sus pies tratando de descifrar el significado de las palabras "rentabilidad", "deficit", "presupuesto".

Sin respuestas retomó el andar. Ya casi era el mediodía de aquel 8 de octubre de 1962 y aún no comprendía la razón del discurso que el Interventor Federal de la Provincia, Rogelio Nores Martínez, había pronunciado para justificar la desaparición de los tranvías de Córdoba y convertirlo en ex "motorman".

8 de marzo de 2007

Meditaciones - I

Cuando leo las publicaciones de los memoriosos de Córdoba, exceptuando a Don Efraín U. Bischoff (U. era por Urbano?), me pregunto cómo hacen algunos narradores para describir paisajes y situaciones anteriores a su capacidad cronológica. El asunto debería ser motivo de análisis para los estudiosos de los fenómenos para-normales y publicado en tipografía Catástrofe: ¡ALGUNOS CORDOBESES HAN DESARROLLADO LA MEMORIA INTRA-UTERINA!.

Después de expresar la idea anterior razoné su contenido y observé dos errores graves.

PRIMER DESLIZ: utilizé la calificación "tipografía Catástrofe" la cual debe ser poco conocida por los menos entrados en años. Es la que se utilizaba en los periódicos impresos cuando el armado de las notas se hacía utilizando tipos (hoy fonts en windows) de plomo, para poner TITULOS DESTACADOS. Se escribía el artículo a publicar en una máquina llamada "Linotipo", que efectuaba una composición en caliente de cada letra de la nota a partir de un modelo de fuente seleccionada. Luego de haber sido impresa la noticia, el plomo se reciclaba para una nueva impresión. Los operadores de éstas máquinas a menudo sufrían de "saturnismo" (intoxicación crónica por plomo).

La bruja, mutada en cuervo y posada en mi hombro izquierdo, me graznó al oído:
-PAPAA! parecí el libro gordo'e petete.

SEGUNDO DESLIZ: "intra-uterina" se refiere al período de gestación de aquellos narradores. La observación me lleva a la conclusión de que (aquí si está bien utilizado el "dequeismo") hay selectos iniciados que guardan recuerdos desde el útero de la abuela.

Un nuevo sonido, grave, gutural y acuciante me llamó a silencio.
-No te metai con mi aguela! -dijo mi esposa sacudiéndose las últimas plumas de cuervo para mostrarse ahora como Cerbero.
-Qué'lo quí cerbero? -me ladró.
Pasé a explicarle, en la mitología griega Cerbero (en griego Kérberos), también conocido como Can Cerberos, era el perro de Hades, un monstruo de tres cabezas con una serpiente en lugar de cola e innumerables cabezas de serpiente en el lomo.
-Ta'bien, me gusta -respondió.
-Y quién es ades?, el de los juguitos? -me inquirió.

Apreté la tecla para hacer el "punto y aparte", le dí a mi esposa el hueso de la costeleta de ayer y la mandé a masticarla al patio y, ya cansado de todas estas explicaciones, me pregunté:
-Qué asunto me trajo hoy a sentarme a escribir?
-Por qué me enredé con las viejas tecnologías y la mitología griega?
-Qué sorpresa me tendrá reservada el Cerbero para después de la digestión?

3 de marzo de 2007

Nostalgias - 1

La tarde no era igual a otras.
Qué cambió ?
Miré alrededor como buscando las diferencias en el juego de los siete errores.
Todo parecía igual, sin embargo tenía una sensación de ausencia.
El tranvía 1 traqueteaba como siempre desde el cementerio San Jerónimo y aplastaba las tapitas de Bidú que le había puesto en las vías.
Los brazos de mi padre me contenían tratando de hacerme dormir en el asiento de madera, "pa'que la vieja descanse un rato".
En la plaza Colón seguía el bullicio de las chicas "del normal".
Los "dotores" se reunían en las cercanías del Clínicas como pequeños racimos de guardapolvos blancos.
El canillita había dejado la edición de la tarde del Diario Córdoba.
Yo me había bañado en el fuentón de chapa con agua calentada al sol.
Esta semana había un estreno en el cine Novedades.
Qué cambió si todo seguía igual para mi memoria ?
Quizás solo extrañaba aquellos recuerdos.