26 de julio de 2015

Las siestas de verano

La siesta era un ritual que no podía dejar de cumplirse, aún a contrapelo de mis ansias de aventuras en el río cercano. Era el tiempo del horario discontínuo, celosamente se cumplía la jornada laboral de 08:00 hs. a 12:00 hs. y luego de 16:00 hs. a 20:00 hs. Los trabajadores se refugiaban de la canícula en sus casas durante el intermedio, almorzaban con su familia, descansaban y obligaban a descansar. Tantas horas hube pasado en la penumbra de mi habitación a reposo forzado como páginas de los libros de aventuras de Simbad o el Príncipe Valiente acompañaron esos momentos. Una mañana de verano, con pantalones cortos y zapatillas Boyero, las puertas de la Biblioteca Rivadavia se cerraron mientras caminaba de regreso con un libro equivocado: La luna y seis peniques. Las horas de claustro de esa tarde me otorgaron una nueva visión del planisferio: más allá de los grandes continentes también había vida, desconocida, exótica e ignorada por mi. Devolver el libro a la Biblioteca no fue fácil pero finalmente quedó en sus generosos estantes y las imágenes de las islas del Pacífico en mi fértil imaginación con la semilla de la curiosidad activa. Con el tiempo conocí la historia de Robert Louis Stevenson, un preferido de Borges, que en Samoa fue llamado “Tusitala” (el cuenta cuentos).
Estas evocaciones vienen a mi memoria en la siesta de un domingo con viento norte, el escaso paisaje de mi ventana con árboles deshojados y una imagen que alguien publicó en Facebook.