11 de octubre de 2009

Día de la madre, preparando el regalo.

Su cabello, intensamente negro, reflejaba el tono amarillo rojizo de las últimas horas de la tarde de octubre. La postrera luz se mostraba pródiga en destellos como para hacer desear su presencia luego de la inminente noche.

Se tomó una fotografía, en el modo de disparo automático de su cámara fotográfica digital, con el jazmín paraguayo como fondo floral. Un dispositivo bluetooth transfirió la imagen a su notebook, le agregó música y un texto alusivo al día de la madre antes de mostrarme su trabajo. Orgullosa de la elaboración artesanal de su presente me sugirió comprar un porta-retratos digital para lucir aquel regalo. La felicité por su iniciativa y, con un beso en su mejilla, le prometí pensar en su propuesta.

La penumbra desplazaba lentamente la claridad de cada rincón del patio. En esta época del año las tardes se estiran con una languidez que invita a la nostalgia. No me permití evitarla y dejé volar los recuerdos a los días de la madre en mi infancia, cuando todavía no eran fechas comerciales. Evoqué rectángulos de cartón, rescatados de las cajas de Quaker, con una hoja de papel canson pegada donde previamente había escrito cuánto la quería y que era la mejor madre del mundo. Letras grandes dibujadas a mano alzada y luego coloreadas con lápices austeros y cortitos después de varios meses de tarea escolar. Algunas veces hasta tenían una imagen transferida desde el Simulcop. Para disimular las arrugas que el pegalotodo dejaba entre el papel y el cartón, a escondidas, le pasaba la plancha caliente para que tuviera presencia impecable.

El final de la tarde fue generoso en melancolía. Con la mirada absorta atravesando el marco de flores que sirvió de inspiración a la niña, pude ver a mi madre trajinando por el camino de ladrillos que la llevaba hasta el final del patio de la casa. Una vez con ropa lavada para secar al sol, otra con la ropa seca lista para ser planchada. En una mano un balde con agua fresca y en la otra un tarro de duraznos al natural, consumidos tiempo atrás, con maíz molido para las gallinas. La manguera hidrataba las lechugas y zapallitos verdes mientras llevaba, desde un barril montado sobre caballetes, el kerosene para la cocina. Sus pasos se apuraban para traer hojas de malva para curarme las heridas que las latas en el río habían
provocado en mis desprevenidos pies, o la menta para el dolor de panza. Aquella rústica vereda sufrió el desgaste de su dedicación y cada ladrillo guarda silente los secretos de sus alegrías y frustraciones.

Ya no quedaba arrebol para el pasado y la luz se había rendido una vez más. El regreso a la realidad me encontró con un sabor dulce en los labios por la evocación de mi madre y la certeza del amor que cada mujer genera en sus hijos.

21 de junio de 2009

Julieta preguntó por su abuelo.

Con su falta de inhibición y prejuicios interrumpió mi concentración haciendo girar la silla donde estaba sentado. Sin compasión se acomodó sobre mis rodillas y, omitiendo los preámbulos, me preguntó cómo había sido el abuelo. Tomé una de sus manos y, haciendo míos los ojos de mi padre, pensé en cuanto la habría querido el viejo y le relaté algunos recuerdos.

Con el tiempo los detalles se diluyen. Los paseos en tranvía, las caminatas hasta el río y alguna matiné en el cine Moderno son como destellos dentro de una nebulosa que, aunque radiante, es dificil de escrutar.

Le conté que su trabajo no le dejaba mucho tiempo para compartir mis juegos y cuánto disfrutábamos de sus pocas horas de descanso, que con pasión me explicaba cómo debían estar "los cuernos de la luna" para hacer la siembra en la quinta del patio. Con "los cuernos para arriba" había que sembrar lechugas, perejil y "lo que tiene lo bueno arriba". Para los rabanitos, zanahorias "y cosas que crecen abajo" deberíamos esperar "los cuernos hacia abajo". Su astrología de barrio hacía caso omiso a definiciones de cuartos crecientes y menguantes.

Los detalles de algunas privaciones y el consuelo que trataba de darme cuando los Reyes Magos no dejaban al lado del pastito aquel juguete tan esperado, hicieron que la niña soltara mi mano y luego de quitar una lágrima de su mejilla retomara el apretón, ahora con más fuerza. Entonces decidí pasar por alto algunas imágenes en mi evocación y centrarme en tantas otras dulces anécdotas. Las corridas detrás del tambaleante aprendizaje con la bicicleta, la camiseta de River que nunca quise usar, el perro callejero que alimentábamos a escondidas de la vieja, la firma en silencio de algun exámen con nota baja con mi promesa de mejorarla y hasta el comprensivo reproche cuando me sorprendió con un "pucho" en la boca. Seguí desgranándole vivencias hasta que logré trocar su llanto en estentóreas carcajadas.

Mi hija interrumpió el monólogo y con su frescura adolescente me dijo -Yo lo quiero mucho al abuelo, no lo conocí pero era igual a vos.

Hice una pausa y bajé la mirada para que no descubriera que mis ojos se humedecían. Sin soltar su mano me tomé unos momentos para reflexionar sobre sus palabras. Ya repuesto de la emoción estaba dispuesto a filosofar acerca de que se aprende a ser padre teniendo hijos y que los niños no nacen con un manual de instrucciones bajo el brazo, cuando se levantó y antes de irse me advirtió -Este año no te puedo regalar nada porque estoy ahorrando para el viaje de estudios.

La espontaneidad de su juventud con sus cambios de ánimo me dejaron melancólico mirando el teclado, con palabras no dichas, con sentimientos amurallados, con ganas de volver a caminar entre vías y adoquines de la mano de mi padre. Ocultas nostalgias que debo capitalizar bajo el título de experiencia.

22 de mayo de 2009

Quién tiene la culpa?

No me preocupa un presidente sobornado con una Ferrari.
No me preocupa un ex-gobernador con más propiedades que la Aloe Vera.
No me preocupa un funcionario con un jet mal habido.
Me preocupa que los jueces no hayan recibido los últimos capítulos del curso por corrrespondencia sobre el rol que les corresponde acerca del control de los actos administrativos, o no los leyeron con suficiente atención como a los referidos a sus remuneraciones y privilegios.
La sagrada familia judicial sigue en el termo: No disipan temperatura hacia afuera y no les interesa la temperatura exterior.

19 de abril de 2009

Ecuación de un tiempo con una incógnita.


El caracter nómade que el destino le imprimió a aquellos días me ubicó en un tiempo y lugar que, por la alineación elíptica de mis neuronas, rescato hoy de mis recuerdos.

Los primeros habitantes del lugar le impusieron a las calles orientadas de norte a sur el nombre de próceres, y a las que las cruzaban le asignaron el nombre de las Provincias. La avenida más céntrica acompañaba solidariamente el tiránico trazado de las vías ferroviarias que dividían la traza urbana. Unas pocas calles habían logrado quebrar aquella voluntad discriminadora, por ellas los habitantes a uno y otro lado de "las vías" traficaban bienes y sentimientos. El despotismo de las paralelas metálicas no pudo quebrantar la voluntad de integración de los nativos quienes construyeron un túnel que, subterráneamente, debilitó la trama secesionista del tren. Así quedaron conectados dos íconos del lugar: el Cine Alhambra y el Bar Americano. A unos pocos pasos, del lado oeste, la Catedral, el Colegio Nacional y las chicas de Las Franciscanas con sus austeros uniformes azules. Del lado opuesto prosperaba el centro comercial: Casa Cabezón, Grandes Tiendas Baravalle y Casa Aduriz Tienda Los Vascos.

Colores nuevos expresaban la rebeldía de aquellos años. En una extraña mixtura de tendencias hippies con alta costura europea abandonamos para siempre la uniformidad de blanco o celeste debajo de nuestras corbatas domingueras. Aquellas camisas estridentes, exageradamente entalladas y con cuellos desproporcionados, fueron testigos de las infinitas vueltas al circuito céntrico repasando las mismas caras y las mismas ofertas, "la vuelta'l perro" en el argot local. Con algún excedente monetario se hacía una escala reparadora en el Copetín al paso o La Madrileña.

Algunos memoriosos decían haber conversado con un ex-gobernador, disfrutando el fresco de la noche con una silla en la vereda al lado de la panadería Independencia. Otros relataban que en el vecino feudo de Posta de Ferreyra, del que los separaba un río, una inundación frustró un proyecto de establecer allí la Capital Federal. Menos creíble era la versión del bohemio que mientras creaba esculturas en papel maché en una esquina céntrica, afirmaba que detrás del club San Lorenzo estaba el portal hacia el centro de la tierra.

Un aluvión de recuerdos inconexos y sentimientos encontrados atropellan mi inspiración. La mejor realidad de aquel tiempo y lugar fue mi juventud, me aferro a ella y dejo pasar otros detalles: no recuerdo el nombre del lugar ni el tiempo al que me he referido. ¿Alguien lo conoce?

15 de enero de 2009

Acerca de los mundos olvidados

La pequeña ventana acotaba el paso de las gotas que insistían en darnos su estocada en esa tarde de lluvia. Las horas posteriores al mediodía fueron una auténtica canícula. Después, las inmensas nubes blancas trajeron el frescor tan deseado.

El altillo, que era mi morada, tenía orientación al oeste. Desde allí se había formado la tormenta y, según los viejos conocedores del clima de Córdoba, estas son las más violentas. El viento, afortunadamente, nos favorecía y la única ventilación de la pieza permanecía abierta. La cuota visual que la estrecha abertura nos permitía disfrutar, dibujaba en el horizonte cercano los cipreses del cementerio San Jerónimo, y detrás de ellos las siluetas que los relámpagos delineaban entre las nubes del meteoro.

Infructuosamente habíamos intentado resolver una ecuación con tres incógnitas para la evaluación del día siguiente. Ya casi derrotados, mi amigo miraba absorto el escaso paisaje de goteras mientras yo permanecía recostado en la cama de respaldos de hierro con terminaciones de bronce.

Sin orden ni método, varios libros estaban diseminados por la pieza. En uno de ellos Borges inició un cuento relatando en primera persona: "Debo a la conjunción de un espejo y de una enciclopedia el descubrimiento de Uqbar.". Luego se adentraba en la búsqueda de mundos olvidados junto a su compañero de aventuras intelectuales.

La luz natural era escasa. La pieza nos ofrecía una fresca penunbra apropiada para que nuestra fertil imaginación, influenciada por la literatura esotérica de moda a fines de los '60, considerara esa tarde como cargada de presagios. El destello, previo a un trueno, iluminó el espejo de un viejo ropero que devolvió la imagen inversa de los libros apilados sobre la mesa de noche. Sólo pude descifrar una palabra escrita en marrón sobre cepia: ARBEGLA. Sería este otro de los reinos perdidos que el escritor buscaba?

Interrumpí el sopor hipnótico de mi acompañante, increpándolo a buscar en mis libros alguna referencia sobre la palabra revelada. Un volumen tras otro pasaron por nuestras manos. Lobsang Rampa se hacía un agujero en la frente pero no podía ver aquel lugar. Louis Pauwels y Jacques Bergier, un poco más románticos, remitían el origen del nacional-socialismo a Ultima Thule. George Ivanovich Gurdjieff recopilaba, para el nieto de Belcebú, algunas anécdotas sobre Georgia. Nietzsche no aportaba pistas acerca de la ubicación de la hermita. Por intuición descartamos barrio Marechal.

La tarde se acercaba a su fin y el cielo prometía una noche sin estrellas. El ocaso aumentó la decepción por el fracaso con las ecuaciones y por un nuevo revés a nuestra búsqueda espiritual. Abocados a recuperar el orden en aquel caos de libros abiertos, recibimos una nueva bofetada a nuestra autoestima. El libro inspirador de aquella febril búsqueda, ahora desde mis propias manos, nos ofrecía en su lomo ajado el implacable título leído sin interferencias: ALGEBRA.

La desilución devino en resignación al comprender la verdad de fondo. Borges habitaba una quinta de la calle Gaona en Ramos Mejía y su allegado era Bioy Casares. Nosotros estábamos en un cubículo en el alto de la casa de Humberto 1° y mi socio de infortunio era conocido como 'pezón izquierdo' (el primero que se chupa). El verdulero del barrio, desde su filosofía vegetal, resumió adecuadamente aquel bochorno sentenciando -No son los mismos laureles.