21 de junio de 2009

Julieta preguntó por su abuelo.

Con su falta de inhibición y prejuicios interrumpió mi concentración haciendo girar la silla donde estaba sentado. Sin compasión se acomodó sobre mis rodillas y, omitiendo los preámbulos, me preguntó cómo había sido el abuelo. Tomé una de sus manos y, haciendo míos los ojos de mi padre, pensé en cuanto la habría querido el viejo y le relaté algunos recuerdos.

Con el tiempo los detalles se diluyen. Los paseos en tranvía, las caminatas hasta el río y alguna matiné en el cine Moderno son como destellos dentro de una nebulosa que, aunque radiante, es dificil de escrutar.

Le conté que su trabajo no le dejaba mucho tiempo para compartir mis juegos y cuánto disfrutábamos de sus pocas horas de descanso, que con pasión me explicaba cómo debían estar "los cuernos de la luna" para hacer la siembra en la quinta del patio. Con "los cuernos para arriba" había que sembrar lechugas, perejil y "lo que tiene lo bueno arriba". Para los rabanitos, zanahorias "y cosas que crecen abajo" deberíamos esperar "los cuernos hacia abajo". Su astrología de barrio hacía caso omiso a definiciones de cuartos crecientes y menguantes.

Los detalles de algunas privaciones y el consuelo que trataba de darme cuando los Reyes Magos no dejaban al lado del pastito aquel juguete tan esperado, hicieron que la niña soltara mi mano y luego de quitar una lágrima de su mejilla retomara el apretón, ahora con más fuerza. Entonces decidí pasar por alto algunas imágenes en mi evocación y centrarme en tantas otras dulces anécdotas. Las corridas detrás del tambaleante aprendizaje con la bicicleta, la camiseta de River que nunca quise usar, el perro callejero que alimentábamos a escondidas de la vieja, la firma en silencio de algun exámen con nota baja con mi promesa de mejorarla y hasta el comprensivo reproche cuando me sorprendió con un "pucho" en la boca. Seguí desgranándole vivencias hasta que logré trocar su llanto en estentóreas carcajadas.

Mi hija interrumpió el monólogo y con su frescura adolescente me dijo -Yo lo quiero mucho al abuelo, no lo conocí pero era igual a vos.

Hice una pausa y bajé la mirada para que no descubriera que mis ojos se humedecían. Sin soltar su mano me tomé unos momentos para reflexionar sobre sus palabras. Ya repuesto de la emoción estaba dispuesto a filosofar acerca de que se aprende a ser padre teniendo hijos y que los niños no nacen con un manual de instrucciones bajo el brazo, cuando se levantó y antes de irse me advirtió -Este año no te puedo regalar nada porque estoy ahorrando para el viaje de estudios.

La espontaneidad de su juventud con sus cambios de ánimo me dejaron melancólico mirando el teclado, con palabras no dichas, con sentimientos amurallados, con ganas de volver a caminar entre vías y adoquines de la mano de mi padre. Ocultas nostalgias que debo capitalizar bajo el título de experiencia.