18 de agosto de 2008

La última primera cita

Los bares y confiterías de Córdoba tenían clientes incondicionales por su ubicación, por la extravagancia del nombre comercial, por las piernas de sus meseras o por la destreza de su cafetero.

Ninguna de aquellas cualidades me resultaba tan atrayente como la informal intimidad del bar del Hotel Plaza. Ofrecía una reducida panorámica de la Plaza San Martín con el sol jugando a las escondidas entre las torres de la Catedral. Cómodos sillones, imposibles de encontrar en otros sitios, contenían generosamente la dialéctica de aquellos ociosos atardeceres.

La complicidad de un mozo, cuya amistad forjé a fuerza de propinas, me acercaba un teléfono para contestar llamadas inexistentes que obligaban a terminar una cita. El código era simple: un batido de Gancia se descifraba como "todo bien", el té con limón le imploraba "salvame hermano".

Dí vuelta la última página de muchos libros detrás de los vidrios de aquel lugar. Sus puertas se acostumbraron a ver mi silueta partiendo hacia ocasos solitarios y otras veces compartieron el delicado perfume femenino que prometía gloriosas puestas de sol.

Esta rutina se prolongó hasta una tarde del '79 en la cual un allegado me pidió -Hacéme pata, vengo con una mina que trae un guarda-bosque. No me pude negar al amigo mayor y, por cábala, le dije al mozo -guardate el vuelto.

La noche ya ocultaba los edificios cercanos y el prócer de la estatua central de la plaza parecía flotar sobre el techo del Cabildo debido a la falta de iluminación del caballo que aún lo sostiene.

Mi compañero se mostraba ansioso. El mozo trataba de descifrar el código. Las "fems" empujaron con decisión las puertas de cristal templado y entraron al lugar donde "jugábamos de local". Por una cuestión cronológica supe de inmediato cual era la que me correspondía atender.

La opaca obscuridad detrás de los cristales le había puesto un marco a su presencia de cabellos intensamente negros que ondulaban con un brillo salvaje sobre un abrigo de pieles blancas. Sus ojos salpicados de miel dejaban traslucir destellos de una alegría que no había conocido antes. Sus manos en los bolsillos y casi encojida de hombros, le daban un aspecto de inocencia y fragilidad.

Me puse de pié y; en un gesto casi ritual; extendí mi mano para aceptar las presentaciones, esperando prolongar con esta formalidad el primer contacto con su piel. Ella no tomó mi mano y esquivando los protocolos me besó en la mejilla. Después supe que "las chicas" también tenían sus códigos.

El tiempo que siguió lo alternamos con románticas veladas en los altos de la confitería del Ñu Porá, bailando boleros en el viejo Bongó, melódicas bossa nova en Seven Seas, apacibles almuerzos en el restaurante Romagnolo o trasnochadas comilonas en El Nacional. Días largos y noches efímeras durante las cuales su vitalidad me invadía y mi soltería pedía más de ella. El hechizo de su energía corrió por mis venas, embriagó mis sentidos y envenenó mi corazón.

El conjuro del atardecer primaveral en el hotel Plaza se completó cuatro meses después con una boda informal, íntima, improvisada e inolvidable. Han transcurrido casi treinta años y su magia sigue intacta.