Su cabello, intensamente negro, reflejaba el tono amarillo rojizo de las últimas horas de la tarde de octubre. La postrera luz se mostraba pródiga en destellos como para hacer desear su presencia luego de la inminente noche.
Se tomó una fotografía, en el modo de disparo automático de su cámara fotográfica digital, con el jazmín paraguayo como fondo floral. Un dispositivo bluetooth transfirió la imagen a su notebook, le agregó música y un texto alusivo al día de la madre antes de mostrarme su trabajo. Orgullosa de la elaboración artesanal de su presente me sugirió comprar un porta-retratos digital para lucir aquel regalo. La felicité por su iniciativa y, con un beso en su mejilla, le prometí pensar en su propuesta.
La penumbra desplazaba lentamente la claridad de cada rincón del patio. En esta época del año las tardes se estiran con una languidez que invita a la nostalgia. No me permití evitarla y dejé volar los recuerdos a los días de la madre en mi infancia, cuando todavía no eran fechas comerciales. Evoqué rectángulos de cartón, rescatados de las cajas de Quaker, con una hoja de papel canson pegada donde previamente había escrito cuánto la quería y que era la mejor madre del mundo. Letras grandes dibujadas a mano alzada y luego coloreadas con lápices austeros y cortitos después de varios meses de tarea escolar. Algunas veces hasta tenían una imagen transferida desde el Simulcop. Para disimular las arrugas que el pegalotodo dejaba entre el papel y el cartón, a escondidas, le pasaba la plancha caliente para que tuviera presencia impecable.
El final de la tarde fue generoso en melancolía. Con la mirada absorta atravesando el marco de flores que sirvió de inspiración a la niña, pude ver a mi madre trajinando por el camino de ladrillos que la llevaba hasta el final del patio de la casa. Una vez con ropa lavada para secar al sol, otra con la ropa seca lista para ser planchada. En una mano un balde con agua fresca y en la otra un tarro de duraznos al natural, consumidos tiempo atrás, con maíz molido para las gallinas. La manguera hidrataba las lechugas y zapallitos verdes mientras llevaba, desde un barril montado sobre caballetes, el kerosene para la cocina. Sus pasos se apuraban para traer hojas de malva para curarme las heridas que las latas en el río habían
provocado en mis desprevenidos pies, o la menta para el dolor de panza. Aquella rústica vereda sufrió el desgaste de su dedicación y cada ladrillo guarda silente los secretos de sus alegrías y frustraciones.
Ya no quedaba arrebol para el pasado y la luz se había rendido una vez más. El regreso a la realidad me encontró con un sabor dulce en los labios por la evocación de mi madre y la certeza del amor que cada mujer genera en sus hijos.