Las responsabilidades de la infancia estaban claramente establecidas. Salía de la cama sin holgazanear, hacía pis en la pelela y me lavaba la cara en un fuentón enlozado, en la misma pieza cuando el frío era intenso. Ya con los pantalones cortos calzados, salía al patio para llegar al baño a lavarme las orejas y peinarme antes de desayunar en la cocina con el acogedor calor del hogar a leña.
Un tazón blanco sin manija, colmado de leche con un ligero toque de café Bonafide que había pasado por el filtro de tela, era la primera comida del día acompañado por pan calentado sobre el fuego de maderas. Manteca, mermelada y salame estaban
disponibles para adquirir las calorías necesarias para la intensa mañana en el colegio.
Con guardapolvos blanco almidonado y las rodillas heladas llegaba a tiempo al horario de clases después de caminar unas pocas cuadras, cambiando saludos con los "motorman" y los pasajeros conocidos.
Cumplida la obligación escolar volvía a casa, a mitad del almuerzo de mis padres. Con los últimos bocados aún en el plato, mi madre ya había lavado los trastos y mi padre los había secado antes de retirarse a la reparadora siesta. Quedaba por delante el esperado tiempo del esparcimiento,
Una pelota hecha de trapos en desuso y forrada en una vieja media, terminada en un rústico nudo, era el juguete para "chutear" en el baldío cercano. En tiempos más cálidos llegaba hasta el Puente Tablada con otros pibes del barrio. En un hermoso espacio plano a orillas del río se dibujaba una cancha de fútbol rodeada de sauces. Los arcos estaban marcados por tres piedras apiladas y parte del campo estaba debajo del puente.
Las corridas detrás de la pelota de trapo acompañaban o iban en contra del lento transcurrir de las barrosas aguas del río de llanura. El color del flujo y las ocres toscas del lugar constrastaban con las historias leídas de héroes surcando aguas
celestes con verdes palmeras y rocas con destellos de plata, pero era el mejor lugar del mundo hasta que llegaba la hora de la leche y de hacer "los deberes" antes de cenar.
Cada vereda caminada tenía una puerta abierta detrás de la cual había una persona que nos conocía, nos cuidaba y nos permitía ver "la tele" desde la ventana.
Los calendarios me permitieron conocer otras aguas, otras piedras y otras ventanas, pero ninguna pudo borrar aquellos recuerdos grises y ocres de la infancia.
Un tazón blanco sin manija, colmado de leche con un ligero toque de café Bonafide que había pasado por el filtro de tela, era la primera comida del día acompañado por pan calentado sobre el fuego de maderas. Manteca, mermelada y salame estaban
disponibles para adquirir las calorías necesarias para la intensa mañana en el colegio.
Con guardapolvos blanco almidonado y las rodillas heladas llegaba a tiempo al horario de clases después de caminar unas pocas cuadras, cambiando saludos con los "motorman" y los pasajeros conocidos.
Cumplida la obligación escolar volvía a casa, a mitad del almuerzo de mis padres. Con los últimos bocados aún en el plato, mi madre ya había lavado los trastos y mi padre los había secado antes de retirarse a la reparadora siesta. Quedaba por delante el esperado tiempo del esparcimiento,
Una pelota hecha de trapos en desuso y forrada en una vieja media, terminada en un rústico nudo, era el juguete para "chutear" en el baldío cercano. En tiempos más cálidos llegaba hasta el Puente Tablada con otros pibes del barrio. En un hermoso espacio plano a orillas del río se dibujaba una cancha de fútbol rodeada de sauces. Los arcos estaban marcados por tres piedras apiladas y parte del campo estaba debajo del puente.
Las corridas detrás de la pelota de trapo acompañaban o iban en contra del lento transcurrir de las barrosas aguas del río de llanura. El color del flujo y las ocres toscas del lugar constrastaban con las historias leídas de héroes surcando aguas
celestes con verdes palmeras y rocas con destellos de plata, pero era el mejor lugar del mundo hasta que llegaba la hora de la leche y de hacer "los deberes" antes de cenar.
Cada vereda caminada tenía una puerta abierta detrás de la cual había una persona que nos conocía, nos cuidaba y nos permitía ver "la tele" desde la ventana.
Los calendarios me permitieron conocer otras aguas, otras piedras y otras ventanas, pero ninguna pudo borrar aquellos recuerdos grises y ocres de la infancia.
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