Las mañanas de verano siempre eran agradables, quizás por el desenfado de guardapolvos, horarios y tareas. Con enero decaía la euforia de cañitas voladores, estrellitas, pan dulce y sidra para los mayores pero nuestros pequeños corazones albergaban la ilusión de la llegada de los reyes magos. Sin concepción religiosa los imaginábamos tal cual su nombre: magos, capaces de recorrer el mundo durante un suspiro para dar alegría a los niños de todo el mundo. En un tiempo tan imperceptible como un leve parpadeo, sus camellos consumían el agua de un balde y otro de gramilla, que habíamos juntado casi de noche para que estuviera fresca, dejaban prolijamente acomodados paquetes envueltos en papel de almacén, de aquel en que el almacenero envolvía el azúcar que nos mandaban a comprar cada día. Y se retiraban, nunca los vimos hasta que fuimos padres y ahora, como abuelos, casi volvemos a la primera ilusión.