
Su casa ya era antigua en mi pubertad, perpendicular a la calle y con una galería que protegía la línea de habitaciones, un cerco de alambre la separaba del baldío que cuadraba la esquina y en una dependencia anterior al "chorizo" él tenia sus herramientas: gubias, formones, martillos, prensas, sierras, tupíes manuales, escofines y tantas otras herramientas de carpintero impregnadas con las fragancias nobles. No era solo un artesano de las maderas, era un ebanista. Las familias más acomodadas le encargaban la construcción de sus muebles por la calidad y exclusividad de sus trabajos a pesar de su humilde presencia y lugar de trabajo.
Sus clientes debían ser tolerantes con los plazos de entrega ya que el artista alternaba su trabajo dictando clases en la "Escuela del Trabajo" y sus propios fantasmas. Tuve la oportunidad de verlo tallar bellas figuras en madera y abandonarlas en el aserrín que cubría el piso para escapar hacia las cercanas vías del ferrocarril, trepando al vagón de un tren cuyo destino desconocía. Algún tiempo después, que no puedo medir, saltaba de otro convoy, caminaba unas pocas cuadras y retomaba su trabajo como si nunca lo hubiera abandonado.
Hablaba poco y discutía con su anciana madre a viva voz pero era amable con los niños. Con la curiosidad propia de adolescente me atreví a preguntarle la causa de sus ausencias y me respondió: "Porque escuché el canto de EL Caburé!"