Mi esposa sintonizó un canal de cocina este mediodía, no soy indiferente a las recetas y la acompañé, preparaban unas galletas de Navidad con jengibre. La memoria me trasladó de inmediato a un libro que hube leído siendo niño: El hombrecito de pan de jengribre.
Eran tiempos de escuela primaria, 1961, cuando lo recibí como premio al finalizar el año escolar en la Escuela Dr. José Bianco de Villa María, después recibí otros todos los cuales atesoro en mi biblioteca personal, que necesita más estantes.
En aquellos años el paradigma educativo era la excelencia y nuestras maestras lo aplicaban. Los modestos premios que nuestro segundo hogar nos otorgaba por buenos promedios o asistencia perfecta no podían valorarse materialmente. Su intención era motivarnos a leer, aún durante el período vacacional.
La premisa cayó, en mi caso, en territorio fértil. No pedía compensaciones por buenas notas sino que mis padres pagaran la cuota de la Biblioteca Rivadavia o de la Mariano Moreno en su antigua ubicación. Con escasos nueve años salía de estos ámbitos los viernes a la tarde con un par de ejemplares que, rigurosamente, serían devueltos el lunes después de un fin de semana de lectura. Recuerdo la peor penitencia que mis padres me impusieron por alguna travesura infantil: una semana sin leer.
Son solo recuerdos que atravesaron mi memoria por una simple receta de Navidad en TV.
Eran tiempos de escuela primaria, 1961, cuando lo recibí como premio al finalizar el año escolar en la Escuela Dr. José Bianco de Villa María, después recibí otros todos los cuales atesoro en mi biblioteca personal, que necesita más estantes.
En aquellos años el paradigma educativo era la excelencia y nuestras maestras lo aplicaban. Los modestos premios que nuestro segundo hogar nos otorgaba por buenos promedios o asistencia perfecta no podían valorarse materialmente. Su intención era motivarnos a leer, aún durante el período vacacional.
La premisa cayó, en mi caso, en territorio fértil. No pedía compensaciones por buenas notas sino que mis padres pagaran la cuota de la Biblioteca Rivadavia o de la Mariano Moreno en su antigua ubicación. Con escasos nueve años salía de estos ámbitos los viernes a la tarde con un par de ejemplares que, rigurosamente, serían devueltos el lunes después de un fin de semana de lectura. Recuerdo la peor penitencia que mis padres me impusieron por alguna travesura infantil: una semana sin leer.
Son solo recuerdos que atravesaron mi memoria por una simple receta de Navidad en TV.