30 de noviembre de 2008

Fantasmas de la infancia

La tarde estaba ociosa en cederle su lugar a la penumbra, algunos trazos de luz se aferraban agónicamente al horizonte lejano e implacable. Una tenue llovizna había humedecido los adoquines de la calle empedrada otorgándole reflejos y sombras tempranas que apresuraban la aparición de mis peores miedos.

El viento había alejado la tormenta y agitaba ligeramente las ramas de los naranjos de la vereda haciéndoles emitir extraños sonidos que, para mis sentidos en alerta, eran voces amenazantes. La proximidad con el cementerio San Jerónimo, mi corta edad y una generosa imaginación, daban por ciertas aquellas historias de aparecidos que abundaban en el barrio.

Hasta que la oscuridad ganó la diaria batalla, había recorrido varias veces, nervioso y agitado, la calle Humberto 1°, como si a la vuelta de la esquina de Pedro Zanni o Vieytes (N) estuviera mi salvación, pero ahora la noche había apretado su negra garra a mi alrededor.

Era viernes y esa tarde había caminado en compañía de mi padre hasta donde terminaba la avenida Colón. La Zípoli, aún de tierra, interrumpía el sueño de abundancia de nuestra única calle ancha. Las preferencias paternas alternaban las novelas "de comboy", en encuadernación de bolsillo, de Marcial Lafuente Stefania con películas "del oeste". John Wayne, al ritmo de la caballería y con una ceja más elevada que la otra, evaluaba como salvar a los colonos atrincherados en un círculo de carretas, acosados por cuatro indios flacos. Alan Ladd rodaba colina abajo unos doscientos metros entre rocas y espinas y se erguía impecable y con el jopo perfecto para volver a agarrarse a las piñas con el malo de la película. -Las de Gary Cooper no me gustan tanto porque hay pocos tiros. Me comentó antes que la lluvia nos obligara a volver.

Mi memoria traía una y otra vez esta conversación que me confortaba ante el temor de lo inevitable: entrar en aquella casa apenas llegada la noche. Oscuras fuerzas conjuraban puertas adentro para doblegar mi voluntad infantil e infligirme el más horrible de los daños con secuelas que aún no puedo superar.

Con una mano apreté fuertemente la medallita de la Virgen del Valle que colgaba de una cadenita alrededor de mi cuello y, sin dejar de temblar, empuje suavemente la puerta de dos hojas. Recorrí el oscuro pasillo hasta llegar a "la puerta cancel". La abrí tratando de no hacer ruido en la esperanza que mi sigilo pudiera evitarme el espanto y acabara con aquella pesadilla. Un resplandor me dejó momentáneamente encandilado. La mano libre hizo una vicera sobre mis ojos, fue cuando pude distinguir la silueta a la que tanto temía.
-Dale nene, cambiate que vamos al cine a ver una película con Pedrito Rico. Espetó sin compasión mi madre con la fría crueldad de todos los viernes.

Larguísima, interminable y dolorosa infancia, salpicada puntualmente cada viernes con una sesión de tortura en una butaca de cine escuchando aullar a Lolita Torres, Miguel Aceves Mejía, Joselito, Libertad Lamarque o el Pedrito anterior. Carlos Estrada se cansó de "arrastrarle el ala" a Analía Gadé durante un millón de películas mientras Enzo Viena la tenía siempre incondicional a Gilda Lousek.

Por suerte me quedaba la posibilidad de desintoxicarme el sábado en la matiné del Cine Moderno con algunos capítulos de El Mago Fu-Man-Chú o una de Cantinflas, esquivando los fluídos que llovían desde "el gallinero".

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