Aquel tramo adoquinado, surcado por rieles, de altos cordones de piedra y adornado por naranjos fue el universo de los años de mi infancia. Los tranvías primero y "las loras" después, sin ninguna prisa, respetaban el tiempo de los niños disfrutando de la calle.
En algún momento otros ruidos de combustión terminaron con aquellos bucólicos días y la calle ya no fue la misma. Rugientes monstruos amarillos numerados 160, 161 y 162, despertaban en Saldán y descargaban su furia sobre nuestro espacio, Mercedes Benz azules con un prolijo 126 pintado sobre un cartón habían reemplazado el cansino traquetear del tranvía 1 y humeantes orugas verdes sobre gris con el número 131 en sus parabrisas se adueñaron de aquel pequeño mundo.
Los niños de la calle Humberto 1° habíamos perdido el patio comunitario que nos ofrecieron hasta entonces las duras piedras, la generosa sombra cítrica, y la gentileza de los "motorman". Entonces, en un ejemplar esfuerzo de adaptación, buscamos otros lugares. El baldío de la esquina con Pedro Zanni no tenía suficiente espacio y, además, el vendedor de diarios se molestaba porque nuestra algarabía opacaba su voceo: -Laaa Voooz!, Los Priiincipios!, Cóoordoba diaaario!. La plaza frente al cementerio San Jerónimo era tan desolada, triste y peligrosa como lo es actualmente.
-Vamo al clú Belgrano. Dijo uno.
-Mi viejo e'socio. Dijo otro.
Así conocí el reducto celeste sobre la distante y desconocida calle Arturo Orgaz: caminando tres cuadras descalzo sobre baldozas y rieles calientes por el sol de enero, ansioso por recuperar mi tiempo de recreación. Las puertas abiertas de la sede y el ingreso a la misma me produjeron una sensación nueva. Los trofeos obtenidos por proezas ignoradas y el olor de los estaños impregnados marcaron mi iniciación.
El grupo de infantes se volcó hacia el escaso verde de la "cancha'e fulbo" donde les permitieron retozar e imaginarse recibiendo ovaciones. Mi precaria intuición me llevó a seguir los ruidos sincopados que provenían de la calle lateral. Era la cancha de frontón, que en rigor de verdad era un trinquete. Cuatro personas corrían tras una pequeña pelota negra, casi invisible para mis asombrados ojos, haciéndola rebotar contra una inmensa pared. Eran adultos conocidos, uno de ellos mi casi inmediato vecino: don Ranzuglia, carpintero de oficio, osco, duro en su exterior y trato, padre de varios hijos y esposo de una dulce mujer, noble y bueno más allá de lo convencional cuando permitía acercarse.
El regreso a casa reflejó la ansiedad que despertaron tantos descubrimientos. Con las "patas sucias" y antes del ritual del almuerzo encaré a mi padre: -Pá quiero jugar al frontón en Belgrano. Haciendo sumas y restas en el aire, me alentó: -Preguntá cuanto cuesta. Unos días después, privándose de cigarrillos y novelas de Marcial Lafuente Estefania, me inscribió como socio del Gigante de Alberdi.
Las mañanas de aquel verano y las siestas del invierno inminente me encontraron imitando a aquellos gladiadores de paleta en mano, jugando a las tres paredes, buscando la reja o corriendo solitario detrás del pequeño objetivo de goma negra. Una tarde el vecino llegó antes que sus compañeros y se unió a mi batalla, me acompañó golpeando la pelota y me otorgó algunos sabios consejos. -Le pegás bien pibe, querés jugar conmigo? Me preguntó. Desde ese momento fuimos compañeros de juego. Sumando derrotas a las parejas contrarias, conocí su esencia sensible y le esperaba ansioso sentado en el cordón de la vereda.
Unos pocos años pasaron hasta que la pasión fulbolística le ganó a la cordura. La dirigencia del club Belgrano decidió demoler la cancha de frontón para construir una tribuna. Recuperaron el gasto vendiendo más entradas a los iracundos hinchas que asolaban las calles aledañas pero perdieron el objetivo de ser cobijo de los niños de la zona. Para seguir practicando aquel deporte me ví en la obligación de asociarme al club Instituto de Alta Córdoba. Perdí al compañero y no pude adaptarme a la impronta de aquel barrio lejano. Me quedé sin mi cancha, sin mi amigo mayor y sin la ilusión de la contención del barrio. Hoy club Belgrano y fútbol son palabras que pronuncio a desgano.-
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