La cuadra que no tenía un baldío no era perfecta. El lugar donde nací cumplía aquella premisa ecuménica y nos ofrecía un amplio espacio para la diversión porque los vecinos lo mantenían limpio y arreglado, como si fuera su propio patio. A la mañana y a la siesta se sucedían las corridas detrás de una pelota de trapo, las picadas de los trompos tratando de acertar la troya, las carreras de autos de plástico rellenados con masilla o el juego de bolitas. Al atardecer algunas mujeres con la excusa de hacer regresar a sus hijos se ponían al tanto de las novedades del barrio, algunos hombres hablaban de fútbol y política y no faltaba la abuela que arrimaba el calentador de alcohol con una pava ennegrecida para cebar unos mates. Recién cuando edificaron una casa nos enteramos que no era nuestro.
El comienzo de este invierno trajo desde mi memoria una de las pocas noches frías que recibíamos fuera de la casa y el calor de los braseros, la cocina económica o la estufa a kerosén. Es fácil recordala porque es la madrugada anterior al día de mi cumpleaños: la noche de San Juan. En aquel tiempo ignoraba el origen del ritual y su significado, los niños simplemente disfrutábamos de ver la gente reunida y compartir unas horas más de algarabía.
Los adolescentes con ayuda de sus padres construían días antes un inmenso muñeco vestido con harapos, pelo de paja de escobas viejas, sombrero y calzado demasiado pequeños para semejante monstruo. Lo erigían con gran esfuerzo con maderas de obra desechadas manchadas de cal y cemento y, al atardecer del 23 de junio, arrimaban a su base todo objeto combustible que se pudiera conseguir. Más tarde, ya con la noche avanzada, desde la oscuridad de las veredas cercanas aparecían sombras cargadas de ofrendas para la liturgia pagana y otras saltarinas de menor tamaño con sus manos llenas. Las umbrías mayores acarreaban ropa en desuso, muebles ya sin arreglo y deseos escritos en papel de estraza. Las más pequeñas batatas y naranjas.
Con la puntualidad de los relojes de espiral de la época la llama de un fósforo Rancherita iniciaba el fuego al primer minuto de la noche más larga del año. Cada concurrente ofrecía sus cosas inútiles y los deseos expresados en el rústico papel. A medida que la hoguera daba cuenta del inmenso espantapájaros algunas brasas se deslizaban hacia las orillas de la fogata, era el momento en que los niños arrimábamos nuestro tesoro vegetal que luego de calentado saboreábomos entre risas, rondas y quemaduras de labios.
Mucho tiempo debió transcurrir hasta que conocí las razones de aquella costumbre que mi padre y abuela materna me relataban acerca de las piras en las cumbre alpinas. Los inmigrantes habían celebrado los solsticios de verano con fuegos que agradecían la llegada del tiempo cálido quemando lo que representaba dolor, angustia y tristeza en la esperanza de mejores tiempos. Cuando se afincaron en este suelo de estaciones invertidas, solo les quedó la nostalgia.
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