Las calles donde transcurrió mi infancia no tenían el toque de progreso que llegó muchos años después con el pavimento. Eran naturales con la tierra del lugar, veredas altas, escalones y caños para ayudar al desague pluvial. Estaba cerca del río que me era tan familiar como la escuela. En mis andanzas de siesta buscaba lugares donde consumir las largas tardes de verano o remontar barriletes en agosto. La Plaza General Belgrano se convirtió en el sitio ideal: poco transitada, árboles añejos y la cercanía al Club Almagro que nos dió tanto en vocación deportiva, el vecino señor Pidoux y el señor Balma eran nuestros ídolos. Varios de mis compañeros de primaria residían en la zona y me sentía como "local". El sector próximo a la costanera tenía unos cipreces con mucho desarrollo en altura, en su parte más alta decidí dejar algunos "tesoros" después de una dificultosa trepada: un tarro con canicas de vidrio y "figuritas dificiles" de aquel albúm que nunca pude llenar. Sobre la calle Mariano Moreno prosperaba un inmenso algarrobo del que se decía que desde su máxima altura se podía contemplar toda la ciudad a condición de salvarse de las enormes arañas que protegían aquel mirador. No pude contenerme al desafío hasta que al fin llegué hasta esa altura.
Mis tesoros habrán sido arrasados por el progreso, el mirador ya no estará disponible para los niños de la zona pero la luz de conocimientos del Colegio Nacional reemplazan aquellas odiseas.
Mis tesoros habrán sido arrasados por el progreso, el mirador ya no estará disponible para los niños de la zona pero la luz de conocimientos del Colegio Nacional reemplazan aquellas odiseas.
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