8 de noviembre de 2016

Por los amigos de la infancia


Era solo una cuadra entre tantas de la Villa, llegué casi cumpliendo mis primeros tres años y pronto la mesa se llenó de niños con una taza de chocolate caliente y flores blancas en la modesta mesa con mantel blanco y biscochuelo con velitas. Según lo recuerdo no fue solo un cumpleaños sino un pacto de amistad, de casas con puertas abiertas y sin la solemnidad de pedir permiso. Eramos muchos niños en la calle Tucumán al 500 y teníamos mucho para disfrutar, un lote vacío que funcionaba como Club de fútbol, calles de tierra poco transitadas, algún perro ciruja que nos acompañaba y la inmensa camaradería que nos equiparaba a hermanos. Nos vimos crecer y caminamos juntos las calles que nos separaban hasta el viejo Colegio Nacional y las Hermanas Franciscanas. Fuimos los primeros invitados a la celebración de los quince años de nuestras vecinas y a su egreso del secundario. Antes fueron acotadas caminatas tomados de la mano hasta el Jardín de Infantes del Colegio Bianco. El tiempo universitario nos separó pero no logró el desarraigo. Muchos volvieron a la Villa y otros nos quedamos en la Capital, nunca nos olvidamos y tan pronto como fue posible nos buscamos.
Hoy a la distancia, y por noticia de una de aquellas niñas que compartieron mi primer cumpleaños en Villa María, recibo el golpe de la partida de una de ellas: Stella, mi inmediata vecina, tan solo nos separaba una pared que no era obstáculo para nuestra juventud ni luego para la distancia. Nunca me alejé de allí. Nunca olvidé aquellos amigos ni lo haré después de su ausencia.

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