Se van buscando el cobijo de sus hogares. Esta familia íntima, fecunda en su prole y consecuente en sus afectos termina la liturgia del domingo con sus apetitos satisfechos y otro beso acumulado en sus mejillas. La casa queda con sus ecos y silencios habituales de copas lavadas, platos en el secador y una ténue bruma en la chimenea del asador.
A esta hora el sol es avaro con las flores y hasta el cielo que veo a través de los árboles es esquivo, todo invita a la melancolía pero el duende no me lo permite. Una brisa desde la ventana me saca del sopor, agita las cortinas con una melodía que solo yo escucho y agita las ramas desde el gran árbol del patio. Su violín silencioso me anima con sonidos que dicen que habrá otro domingo y otro atardecer.
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