16 de marzo de 2019

Acerca de mudanzas


Llegamos a Villa María a principio del año 1955, con mi escasa edad ya había experimentado dos mudanzas. La primera a Marcos Juarez por razones de trabajo de mi padre, lugar donde conseguí un par de cicatrices que aún conservo, y a esta por falta de trabajo. Por generosidad de un pariente nos ubicamos en una modesta casa en los confines del Barrio Rivadavia de ese tiempo, al límite con los campos y una cuadra más adelante de la última parada del "trencito de Las Playas". No teníamos ningún servicio público, el agua era de pozo, las noches se iluminaban con un farol a kerosene y el baño diario era en un fuentón. Con la alegría propia de un niño disfrutaba cada viaje en aquel "trencito" con un solo vagón que nos llevaba hasta el centro y luego nos devolvía a la humilde morada.
Pocos meses pasaron hasta que mi padre mejoró su situación laboral y logró alquilar una casa dentro del ámbito de los cuatro boulevares que demarcaban la ciudad, en la calle Tucumán al 576. Eran momentos álgidos de la política Nacional y creo recordar el sonido de algún disparo al momento de ingresar por primera vez a esa vivienda. En ese momento faltaban pocos días para mi tercer cumpleaños. El excepcional caracter de mi padre y el hecho de que en esa cuadra había muchas familias con niños de mi edad me prodigaron el mejor cumpleaños que recuerdo. Un mantel blanco con líneas bordadas en verde formando cuadros, las tazas de chocolate caliente, alguna bandeja con biscochuelo y pequeñas flores blancas, que ya estaban en el patio, decoraron el inicio de amistades que aún conservo.
Pronto llegó el tiempo escolar y los días en la Escuela Dr. José Bianco dieron paso a la adolescencia en el viejo Colegio Nacional y tan pronto, como estoy escribiendo, mi retorno a Córdoba, a la casa natal donde consumí varios años en la Facultad de Ciencias Económicas por un capricho de mi madre y a escondidas cursaba Arquitectura, ambos proyectos frustrados por imposibilidad material de tiempo y recursos que debía procurarme trabajando de noche en E.N.Tel.
Por imperio de la Ley llegó el tiempo de "la colimba" pasado el cual me trasladé a un departamento en Bv. Guzmán que compartí con cuatro estudiantes del interior y las mudanzas siguieron: B° Gral. Paz, B° Marqués de Sobremonte, B° Cofico, B° Las Palmas, B° Alberdi, otra vez B° Cofico, B° Crisol, B° Parque San Francisco y finalmente los últimos treinta años en este lugar.
La permanente búsqueda de la subsistencia y el deseo de mejorar me llevaron a buscar horizontes tecnológicos opuestos a mi personalidad bohemia y vocación artística, no obstante como Ingeniero de Sistemas pude conjugar ambas apetencias y hoy me encuentro redactando en una tarde de sábado este maratónico relato de vida, feliz por tantas amistades y afectos logrados, una familia integrada con amor y siempre esperanzado en un futuro mejor.

28 de enero de 2019

Son solo 39 años

Siento que fue hace un momento que la conocí en el Bar del Hotel Plaza a instancia de familiares de ambos. Siento que mis emociones se quedaron en la tenue luz sobre la estatua y detrás, la difusa figura de la Catedral.
De pronto se agolpan en mi memoria las vivencias: la juventud compartida, el aprendizaje de la vida en común, afrontar los vientos cruzados, las tempestades sin paraguas y el desarraigo buscando mejores horizontes, y su mano.
Su mano que aún acaricia la mía en cada caminata y cada noche.
Su mano que no dudó en compartir esfuerzos y proyectos.
Su mano que aprendió a alimentarnos, a veces con lo justo y otras veces con moderada abundancia.
Son imágenes que recuerdo, que vivo, que quiero seguir viviendo.
Son palabras de agradecimiento a la vida por estos 39 años juntos. Vamos por más!
Gracias Malena por tu alegría y tu inmenso deseo de vivir!

19 de noviembre de 2018

Me gustan los "ranchos"

No es frecuente encontrarnos con viejas construcciones en el campo. Los llanos y faldeos serranos han sido motivo de deforestación y pérdida de historias humanas en función del mercantilismo y la inmediatez, las máquinas borran todo vestigio de flora, fauna y recuerdos. Cada pedazo de vida y esfuerzo desconocido queda sepultado en tierra fértil y montañas de escombros. Por eso es que los nostalgiosos disfrutamos al encontrar un rancho.
Una construcción abandonada nos remite a sus tiempos de esplendor, nos invade la necesidad de conocer su historia, nos invita a imaginar los momentos cuando rebozaba de vida y sueños. Revisar su entorno nos permite imaginar una ilusión que desconocemos, nos fascinan los fantasmas que se escabullen entre el adobe y la vegetación cercana, sentimos que cuidan el lugar y nos relatan la razón de cada estaca y árbol plantado. Por un momento nos mimetizamos con ese pasado ansioso de prosperidad y vemos niños corriendo, personas dando cultura al suelo sediento de semillas y manos trabajadores. Luego algo nos devuelve a la realidad y solo vemos una tapera que, tal vez, en nuestra próxima visita ya no exista. Nos vamos con una foto para plasmarla en acuarela.

12 de julio de 2018

Recuperando el bulín

Pasó bastante tiempo hasta que pude volver a cobijar mi tiempo libre en este lugar. Cuestiones domésticas, "el ranchito", y una mala decisión para solucionar una mancha de humedad me confinaron a estar en la casa, allí prospera la actividad de mi familia con su impronta diaria y el natural devenir de la vida en el hogar. No hay lugar para melancolía ni musas, se disfruta con algarabía cada momento y cada sabor.
Ahora es momento de encerrarme entre estas paredes. Al frente de mi sillón la ventana está poblada de verde añejo, pájaros y a veces una vista de la luna llena. En un rincón el teclado que permite que cada letra se transforme en palabras, detrás de mí un mueble con mis herramientas, antiguas pero útiles, a mi derecha una mesa que oficiará de banco de trabajo y atelier con un atril que hoy construí a partir de sobras de madera.
Todo está preparado, solo falta inspiración.

27 de abril de 2018

Atardecer en el ranchito

Si hubiera otro atardecer igual, quisiera vivirlo. El cielo diáfano y manso finalmente se rindió a la penumbra del sábado que todavía augura nostalgia y placer visual.
Algunos brillos renuentes desde el asador me distraen pero no pierdo el horizonte hacia donde camina el sol, allí hay otros ojos ansiosos que esperan su luz.
El ocaso que invade el patio apenas alumbra las sillas ahora vacantes, hay una copa sin vaciar y la mía llena de palabras faltas de inspiración. Es el otoño que despierta añoranzas.

2 de marzo de 2018

Los desafíos de mi esposa

El reloj casi marcaba la hora 09:00. Apenas habíamos comenzado la ronda de mate de la mañana con mi esposa, tostadas de pan de ayer y un poco de mermelada casera que preparé hace unos días con todas las frutas que encontré en la heladera.
En la radio comentaban el fin de la temporada de turismo en Córdoba a lo que mi compañera agregó: "Nosotros podemos disfrutar todo el año en el ranchito, dale viejo vamos hoy que hay poco tránsito, comemos algo en el camino y nos volvemos a la tardecita".
Así fue que partimos haciendo una parada en Los Reartes para almorzar. Poco después, ya en el destino profundo, no pudimos evitar una caminata disfrutando de tanta naturaleza comenzando a mostrar los colores del otoño. El sol iba cayendo a nuestras espaldas y estábamos cansados cuando llegamos al refugio. Protectora como siempre 'la morocha' me dijo: "No vas a manejar de noche viejito, nos quedamos. Voy hasta la casa de Modesta y traigo algo para que cocines".
Volvió con una cebolla, un tomate, pan casero y seis huevos de campo y sentenció: "Tenés que preparar algo con esto!". Lo tomé como un agradecimiento, tenía unas leñas encendidas pero elegí la cocina, una sartén y la posibilidad de pasar otra noche en aquella serenidad absoluta.
Ahora ella duerme mientras escribo, ambos estamos satisfechos y nos espera un desayuno con pan casero. La Duster un poco dolorida por el camino también se repone para volver. La GV estaría esperando más camino.

23 de diciembre de 2017

Navidad, recetas y libros

Mi esposa sintonizó un canal de cocina este mediodía, no soy indiferente a las recetas y la acompañé, preparaban unas galletas de Navidad con jengibre. La memoria me trasladó de inmediato a un libro que hube leído siendo niño: El hombrecito de pan de jengribre.
Eran tiempos de escuela primaria, 1961, cuando lo recibí como premio al finalizar el año escolar en la Escuela Dr. José Bianco de Villa María, después recibí otros todos los cuales atesoro en mi biblioteca personal, que necesita más estantes.
En aquellos años el paradigma educativo era la excelencia y nuestras maestras lo aplicaban. Los modestos premios que nuestro segundo hogar nos otorgaba por buenos promedios o asistencia perfecta no podían valorarse materialmente. Su intención era motivarnos a leer, aún durante el período vacacional.
La premisa cayó, en mi caso, en territorio fértil. No pedía compensaciones por buenas notas sino que mis padres pagaran la cuota de la Biblioteca Rivadavia o de la Mariano Moreno en su antigua ubicación. Con escasos nueve años salía de estos ámbitos los viernes a la tarde con un par de ejemplares que, rigurosamente, serían devueltos el lunes después de un fin de semana de lectura. Recuerdo la peor penitencia que mis padres me impusieron por alguna travesura infantil: una semana sin leer.
Son solo recuerdos que atravesaron mi memoria por una simple receta de Navidad en TV.