Juan José seguía la tradición de sus padres. Había formado su familia en las alturas de Mund, en el Oberwallis (Cantón Valais - Suiza). Como heredero de las tribus bárbaras alemanas (Alamanes) que defendieron los feudos de los alpes y se ganaron sus tierras resistiendo al imperio austríaco hasta independizarse, sentía que todo aquello le pertenecía. No en vano los 'wallser' habían conseguido conquistar aquellas cumbres, su sangre y su esencia habían abonado aquellos espacios.
Ahora eran tiempos de paz, tiempos de gozar de los beneficios que la tierra les otorgaba. Juan José se había casado con María, hija de Juan Antonio Feriger y Catalina Pfaffen, todos oriundos de la misma pequeña localidad, e interiormente, tenía planeado pasar sus días cultivando centeno, pastando rebaños y ver los atardeceres desde las alturas del valle del río Ródano.
Casi en el recuerdo habían quedado los días en que las cosechas se perdieron y dejaron las familias diezmadas por el hambre y las enfermedades.
-Te acuerdas María ? Fue cuando nos casamos. -dijo a su esposa. María asintió mientras trabajaba en el pesebre anexo a la vivienda: en invierno alimentaba los pocos animales que tenían, en verano acopiaba alimentos para el duro invierno alpino.
Para 1865, después de 18 años de matrimonio, ya habían nacido 8 hijos. María se multiplicaba infructuosamente entre las labores domésticas y sus responsabilidades adicionales en el campo. Sus hijos adolescentes colaboraban tanto como podían. Las niñas cuidando a sus hermanos más pequeños, cosiendo y remendando o aseando la casa, de madera local, ennegrecida por el paso del tiempo; los varones en los campos más cercanos.
Juan José no estaba satisfecho. El fruto de su esfuerzo se diluía entre la pobre producción de la escasa tierra de las montañas, el pequeño remanente para comercializar después del consumo, y el bajo precio de los productos de la tierra. Ya casi no le quedaban animales.
En uno de sus periódicos descensos al valle, tuvo noticias sobre un acuerdo entre el gobierno local con un país lejano, de ultramar, del cual no había escuchado jamás el nombre ni sabía donde estaba ubicado. Se decía que sus tierras eran infinitas, que la fertilidad del suelo permitía hasta cultivar trigo.
-Te imaginas María ? Podrás hacer pan todos los días y hasta podríamos vender el resto. –comentó exaltado el pastor.
A partir de ese momento, Juan José no dejó de soñar con aquel lugar donde, según los relatos de algunos adelantados, todo lo que se sembraba prosperaba en abundancia inimaginable para un campesino alpino. María callaba y, cuando podía, lloraba en un rincón del pesebre, donde el bullicio de sus pocos animales disimulaba su angustia. Otras veces se confundía con el llanto de los más pequeños a quienes apretaba fuertemente contra su pecho. Un ambiguo sentimiento de tristeza la invadía, debía elegir entre el dolor de la miseria o el dolor de la distancia.
Después de varios intentos, finalmente Juan José pudo tomar contacto con los delegados del gobierno argentino para la emigración: Juan Stoessel y Cia. El convenio era bastante simple: el gobierno suizo, ansioso por desprenderse de sus pobres, ofrecía un subsidio de 750 francos para los emigrantes y el gobierno argentino ansioso de establecer colonias agrícolas organizadas ofrecía 20 hectáreas de tierra, a pagar después de 5 años de producción con diezmo para el Estado. En la letra chica, que ya entonces no se leía, se establecía que en caso de regresar a Suiza se debería devolver el importe total del subsidio. Una suma imposible de conseguir después de pagar los pasajes de retorno.
-Con ese dinero podremos compras las herramientas y semillas necesarias para establecernos en el nuevo mundo, y podrás comprar retazos para que los niños tengan ropa nueva, y también una vaca para tener nuestra propia leche, y tendremos tanta tierra que el animal podrá pastar en el campo. Ya no deberás atender el pesebre María. -reflexionaba el joven campesino tratando de confortar a su acongojada esposa.
Finalmente llegó el día establecido para la partida. Había que descender desde la montaña hasta Brig en el valle, desde allí emprender la difícil travesía por el paso de Simplón para finalmente llegar a Italia y embarcar desde el puerto de Génova.
María y sus hijos bajaban al valle del Ródano solamente en fechas festivas, y desde allí sus pequeños dedos señalaban las cumbres adivinando donde estaría su casa. Ahora no había alegría. Mientras ordenaba sus pocas pertenencias y acondicionaba a los niños para la travesía, los ojos de María guardaban la última visión de su casita de madera, los picos nevados, la profundidad del valle y la imagen de la familia que, estaba segura, ya no volvería a ver. Juan José, más eufórico, arengaba a los niños y se despedía efusivamente de los parientes, los viejos que no podían apostar a la quimera de rehacer sus vidas en aquel país de horizontes interminables.
El viaje por mar no sería un paseo. Amontonados con otros pobres desplazados de sus raíces, en bodegas poco acondicionadas para pasajeros, con racionamiento de agua para el consumo y la higiene, conviviendo con enfermedades y muertes a diario, no mejoraba el ánimo de María. Acicalaba insistentemente a los pequeños y las niñas, y esperaba con ansiedad el momento en que se permitía el corto contacto de los hombres con sus familias. Racionaba su propia ración para repartirla entre sus varones mayores y su esposo, 'No pueden enfermarse ni adelgazar. Deben llegar a América con todas sus fuerzas.', razonaba la mujer.
Al llegar a Buenos Aires no tuvieron la mejor de las impresiones. Nuevamente fueron separados los hombres de las mujeres para ser alojados temporalmente en el Hotel de Inmigrantes, donde fueron censados, registrada su entrada al país y sometidos a una breve revisación médica. Pronto fueron embarcados en pequeños vapores con destino al puerto de Santa Fé y desde allí en carretas hasta su destino final: San Jerónimo Norte.
Las historias a partir de este punto, en cierto modo, han sido comunes a todos los suizos que llegaron a las colonias agrícolas de Santa Fé. Juan José y su familia se afincaron en la zona, sus hijos formaron nuevas familias siempre con otros suizos. María vió crecer a sus nietos y finalmente tuvo a quien contarle su desarraigo inicial. Ahora con mayor calma y con un profundo amor por el nuevo suelo que le permitió completar su obra.
Pedro, el cuarto de sus hijos y segundo de los varones, heredó de Juan José su inquietud por la aventura. Se había casado con María Luisa, hija de un matrimonio suizo formado por Leopoldo Schalbetter y Ana María Eggel, con quien tuvo 5 hijos. En 1890, a poco de nacer la última niña, María Luisa falleció.
Los trabajos en el campo nunca habían sido molestia para los rudos campesinos montañeses, cualquier obstáculo era superado con solvencia y los frutos del esfuerzo justificaban el intento. Ahora Pedro, cuando tenía aplacada la tristeza por la distancia, sumó una nueva angustia: la soledad. El regreso del campo no era igual, la casa que María Luisa había cuidado tanto estaba vacía, la tierra ya no era su principal preocupación. Pedro sólo encontraba un remanso por las noches, cuando bajo una luz mortecina describía a sus hijos el paisaje natal, y les prometía que viajarían juntos a la Capital para anotarlos en el Consulado suizo para mantener la ciudadanía y luego poder viajar un día a conocer la familia y el lugar de origen. Su refugio fue la nostalgia.
Así pasó varios años, ocultando su tristeza y aumentando el recuerdo por la patria lejana. Ninguna de sus promesas pudo ser cumplida, entonces decidió que para aplacar la pena por la distancia y la soledad, debía poner más distancia con las cosas queridas. Por el año 1912 había tomado contacto con las autoridades que tenían intención de prolongar las vías férreas hacia el norte del país, y encargaban la fundación de pueblos a lo largo del tendido ferroviario, para abastecimiento de los trenes y para movilizar la producción de esta excelente zona agrícola.
Pedro desempolvó su espíritu de pionero y casi como en una ceremonia sepultó su tristeza en algún lugar de Santa Fé. Repitiendo el ritual de sus padres cuando partieron de los alpes, preparó el viaje. Casi las mismas palabras de despedida, casi el mismo sentimiento de exilio, casi las mismas incógnitas.
El 12 de octubre de 1913, junto con otro paisano: Pedro Ramb, establecieron sus reales en los prósperos terrenos cordobeses hoy conocidos como Las Junturas, en línea entre James Craick y Villa del Rosario. A pesar de haber pasado 48 años en Argentina, todavía se asombraba por las inmensas extensiones cultivables, y en este caso además, ubicada en el punto de unión de 2 ríos, actualmente inexistentes. En una carta un suizo emigrado a estas tierras explicaba a sus parientes en Suiza que algunas propiedades eran más extensas que un cantón suizo.
Aquí también estaba todo por hacerse y el desafío era el mejor aliciente para los laboriosos colonizadores suizos. A la par de la construcción de la estación del ferrocarril se desarrolló una típica población rural, con una plaza en la cercanía de la terminal, las primeras viviendas y la Iglesia rodeando la misma. Pronto los hijos de Pedro asumieron las principales funciones cívicas y económicas del lugar. Reinaldo fue Juez de Paz y Comisario, Eduardo se hizo cargo de la usina generadora de electricidad. Además las concesiones de terreno otorgadas por el gobierno permitían el buen pasar del resto de la familia.
Todos los hijos de Pedro formaron nuevas familias y todos sus nietos nacieron en Las Junturas, marcando el hito de segunda generación de suizos en Argentina. Con el transcurso del tiempo estos fueron abandonando el lugar para establecerse en otros puntos de la provincia de Córdoba. En 1950 ya no quedaban descendientes de Pedro Imhoff en Las Junturas.
Nota:
Recientemente, en febrero de 2005, decidí visitar el pueblo en busca de más detalles sobre el paso de los abuelos por el lugar. Mi inquietud genealógica se vió frustrada por la falta de documentación sobre los orígenes de Las Junturas y, a pesar de la deferencia y calidez del Intendente y sus funcionarios, volví con las manos vacías. No obstante, las placas que la comunidad de Las Junturas coloca cada 25 años en honor a los fundadores, la calle que lleva el nombre Av. Imhoff-Ramb, el lugar destacado de los panteones familiares en el cementerio y el mantenimiento de los mismos por cuenta de la comuna, hablan por sí mismos del respeto que sus actuales habitantes mantienen hacia sus colonos pioneros.