24 de marzo de 2007

Los árboles de mi barrio

En aquellos años mi mundo era poco más que la cuadra de Humberto 1° delimitada por las dos calles que trazaban dameros desde la Avenida Colón hacia el río. En un extremo “el baldío”, “la marmolería”, “la florería” y la plaza del cementerio San Jerónimo ocupaban los cuatro vértices y en el otro, casi como única referencia en mi memoria, la mercería de doña Fany. Este universo de calle de piedras se extendió generosamente algunos metros más allá cuando conocí a “los chicos de la otra cuadra”.
A diferencia de otras nuestra calle tenía una característica distintiva: los árboles de naranjo en las cazuelas de las veredas. Bella especie de troncos rectos, fronda elevada, disciplinada, oscura y perenne. En la época adecuada del año deslumbraban con el esplendor de sus azahares y luego con el contrastante color típico de su fruto.
Pocos niños resistieron la tentación de arrancar uno y saborearlo. Luego de ablandarlo entre la zapatilla y la vereda le propiné un mordisco, en el extremo donde había estado aferrado al árbol, para poder succionar el prometedor néctar. El espeso líquido desbordó mis labios, fluyó por el mentón y los antebrazos y antes de llegar al codo me había dejado su lección, las naranjas amargas no son para comer.
Los pocos ejemplares que sobreviven tejieron sus raíces entre adoquines y vías que el progreso sepultó bajo asfalto. Desde allí se defienden, albergando entre sus ramas todos los recuerdos del barrio y susurrando historias cuando la brisa alegra su follaje.

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